Dionisio Cañas

La balsa de la Medusa, 26-27, 1993

«El bar de pueblo» es una realidad local e inmediata pero, a su vez, es un concepto de alcance mucho más amplio. Si bien ios ejemplos que ofrezco en este artículo se refieren a ciertos bares que conozco por haberlos frecuentado, no quiere eso decir que el «ambiente» que describo no se pueda dar, y de hecho se da, en otros países y otros lugares. En algunos bares irlandeses de Nueva York o Dublín, en los de camioneros de Legazpi en Madrid y en ios bares de cualquier isla del Caribe, he encontrado el mismo tipo, en lo esencial, de ambiente; y me limito, claro está, a mencionar países donde he estado durante algún tiempo. Por io tanto, es importante tener en cuenta que estoy hablando de cuestiones que tienen que ver con esta aldea universal que es nuestro planeta, aunque por razones de rigor metodológico me refiero exclusivamente a unos espacios vividos por mí aquí y ahora.

Aislar una «mirada» en el ver, un «espacio» en el espacio, un «tiempo» en el tiempo, una jerga en el habla, es lo que me propongo hacer en este ensayo. El bar de pueblo es un tercer espacio que se sitúa entre el espacio laborable (campo) y el de la casa habitable. El ritmo en que se vive en cada uno de estos lugares es muy diferente: el primero, el del hogar, es cotidiano e íntimo; el segundo, el del trabajo, es igualmente rutinario; el tercer espacio, el del bar, puede ser íntimo y rutinario pero al ser público la sorpresa es siempre posible. El obrero o el campesino vive en el bar algunos momentos de la poca libertad que disfruta, fuera de la mirada autoritaria de la familia o del patrón: los impulsos lúdicos, la broma, las llamadas malas palabras, la conversación obscena, son en el bar los síntomas de una liberación cuyo único precio puede ser el de unos cuantos vinos.

Una mirada sobre lo banal

Desde que a principios de este siglo Husserl diera la voz de alarma con la frase «~A las cosas mismas!», la filosofía legitimaba un acercamiento a lo más banal y cotidiano como objeto de análisis y observación para el pensamiento occidental. El mismo Ortega y Gasset buscaba la «intimidad de las cosas», despreocupándose de si esas cosas eran dignas de la filosofía. Maurice Merleau-Ponty, refiriéndose a la obra de Rimbaud, decía que éste había «reconstruido una metafísica de lo concreto; él ha visto las cosas en sí». Y el poeta norteamericano Wallace Stevens escribiría: «No las Ideas sobre la Cosa sino la Cosa Misma».

En este ámbito de las cosas, en su mismidad, se encuentra sin duda el decorado y el ambiente de los bares de pueblo; descubrir el ser de uno de estos bares es una tarea para la cual hace falta una gran humildad intelectual, o más bien estar convencidos de que hay que «mirar lo que uno no miraría, escuchar lo que uno no oiría, estar atento a lo banal, a lo ordinario, a lo infraordinario. Negar la jerarquía ideal que. va desde lo crucial hasta lo anecdótico, porque no existe lo anecdótico, sino «culturas dominantes que nos exilan de nosotros mismos y de los otros» (Paul Virilio).

El decorado de un bar de pueblo es bastante arbitrario pero no depende de paradigmas ni de modelos de belleza remotos e ideales, sino que posee su propia estética. Los objetos se acumulan en las paredes sin que aparentemente haya una relación de volúmenes ni de colores: calendarios, cuadros baratos, estanterías con botellas, objetos personales de los dueños o de los camareros, escritos de tipo humorístico, baldosines con frases, relojes regalados por compañías de cerveza o de refrescos, fotografías de platos combinados, listas de precios de bocadillos y raciones, y un largo etcétera cuya única relación es la del gusto azaroso del que las ha colocado en su lugar.

La dinámica de este tipo de decorado se genera a sí misma, es una negación, una resistencia frente al escenario aséptico de las cafeterías y de los nuevos bares. Estos últimos espacios se rigen por una estética cuyo denominador común es el orden, la limpieza, la intencionalidad comercial

exclusivamente y, en última instancia, se estructuran alrededor de unos modelos vistos en las capitales y cuyo denominador común es el supuesto «buen gusto» de la clase alta y media. El aparente caso de la decoración de un bar de pueblo está directamente relacionado con la vida de sus dueños y camareros, con el ser del bar y con nuestra propia existencia: se mezcla lo azaroso con lo premeditado, dentro del ámbito de lo que se conoce como el «mal gusto» popular.

Miro la oreja peluda de un albañil, penetro en su oído, viajo por sus entrañas hasta llegar al corazón de un bar, y en él veo un bosque de botellas, un espejo rodeado de enredaderas de plástico, manos espesas, sucias, agrietadas, uñas negras que juegan al dominó. Un carpintero con unos cuantos dedos cortados tose y fuma. Un campesino de ojos azules (pelo blanco, rostro tostado y surcado por el clima) me echa una mirada rápida. Obreros que se funden y se confunden en el espejo, que se pasan la mano por la bragueta, entre cuadritos de paisajes imposibles. Un televisor apagado y rodeado de trofeos. Escudos de equipos de fútbol que adornan las paredes. El brillo de las gambas, el conejo frito, las almendras, los riñones al ajillo, los callos, las cortezas de cerdo fritas, las anchoas, la ensaladilla rusa que no es de Rusia, la tortilla de patatas encima de la barra. El olor a cerveza y a vino, a aceite de oliva, el olor cálido y acre de la orina cuando se abre la puerta de los servicios. El humo, las palabras, los dientes manchados por la nicotina, las miradas… Una respiración, un latido humano, un corazón de bar.

El «Bar de los Sevillas» se encuentra en una de las calles cercanas ya a los límites de un pueblo manchego. Su clientela habitual es de trabajadores, parados, campesinos o pequeños propietarios rurales. la pared de brillantes baldosas color marrón, que está detrás de la barra, es como un telón de fondo que adorna todo el bar. En ella se puede ver una gran foto en blanco y negro del joven dueño que llevó este bar, el cual murió a los diecinueve años en un trágico accidente de automóvil. Colgados en esta pared hay objetos de todo tipo, organizados sin ninguna jerarquía de orden estético:

un cartón con mecheros de plástico, dos espadas grandes, una cantimplora que perteneció al muchacho muerto, pegatinas en las que se puede leer «Prohibido cantar» y «Perros no», una repisa con chicles, un calendario, un reloj de plástico blanco, un cuadro de espejo de la cerveza Mahou donde se ve la escena de un bar burgués sólo para hombres, algunos con corbata y pajarita (un mundo entre inglés e irlandés que nada tiene que ver con el bar en ‘que está el cuadro), un cartel de plástico en relieve anunciando helados multicolores, la imitación de una vieja chapa del brandy Torres en la cual se puede leer «Coñac Español». Este último y paradójico asunto, el de que en~ninguna de las botellas de coñac español aparezca la palabra coñac (lo cual está racionalmente explicado) no deja de crear una cierta situación fantasmal: la de que se piede una cosaa, «coñac», y esa palabra nunca aparece en ninguna de las botellas que contiene dicho licor; sería extrañísimo encontrar en uno de estos bares de pueblo una verdadera botella de coñac francés, con su nombre y todo, lo cual sí suele ocurrir en las cafeterías y nuevos bares «yuppies».

En el mostrador que hay delante de esta pared se acumulan igualmente todo tipo de objetos: una enorme cantidad de botellas que aparece un deslumbrante bosque de etiquetas, un sistema de estéreo, una caja registra­dora, cartones con frutos secos, cajas de puros «King Edward Imperial», un horno microondas, una jarra de barro con escenas de una corrida de toros.

En las otras paredes del bar hay unos cuadritos de paisajes idílicos puestos cada uno de ellos a una altura diferente del suelo, un cartel calendario del tabaco Fortuna con fotografía de jóvenes pijos, de alguna capital, divirtiéndose, con las bocas abiertas para que se les vean bien los blancos dientes, vestidos con unos modelitos provocativos, y aquéllos con un aire arrogante parecen decirnos: «somos guapos, vitales, nos divertimos y fumamos sin temor al cáncer de pulmón». Es llamativo el contraste de estos jóvenes con los hombres de rostro arrugado y quemado por el aire y el sol, vestidos muchos de ellos con monos azules.

Por lo demás, en el bar se encuentran varias máquinas tragaperras, una diana electrónica para jugar a los dardos, un televisor sobre una repisa en el rincón del fondo, una máquina de tabaco y una mesa de billar. Los bares de pueblo, sin perder ese aura de intimidad que los caracteriza, han ido incorporando, con una simplicidad asombrosa, todo tipo de artefactos de la tecnología utilitaria y lúdica.

Lo único serio de la vida es el juego

Un golpe de dados, en una barra del bar, no puede abolir el azar pero nos ayuda a entendernos dentro del devenir humano. Se asocia la madurez de las personas con su abandono de los juegos, pero si se observa bien es precisamente a través del juego y de! humor como se consigue penetrar en la esfera de lo más hondo y trascendental de la existencia, y se puede disfrutar así de la poca libertad que nos deja el destino y el poder de todo orden. Para Schiller «el hombre sólo juega cuando es verdaderamente humano, y sólo es verdaderamente humano cuando juega». Lo más deslum­brante de las vanguardias de principios del siglo xx fue posible gracias a que los artistas y los escritores decidieron, con toda seriedad, manipular el lenguaje y el arte en general con una actitud lúdica. La poeta rusa Marina Tsvietáieva escribiría en uno de sus ensayos: «Con frecuencia se ha comparado al poeta con el niño tan sólo por su inocencia. Yo los compararía por su irresponsabilidad. Irresponsabilidad en todo menos en el juego. Lo que para ustedes es un “juego”, es para nosotros lo único serio. Ni en el momento de morir seremos más serios». En los bares de pueblo el juego ocupa un papel fundamental: el hombre productor (trabajo) y el hombre reproductor (familia) se libera de sus tareas para hacerse un hombre lúdico.

De igual modo que una cierta dinámica azarosa parece regir la decoración de estos bares, el juego es uno de los elementos que hace más íntimo este espacio. Se juega en las mesas, en la barra, y hasta en alguna habitación más oculta y privada cuando se trata de apostar sumas de dinero más altas.

En estos bares la rutina es un juego, lo cual hace que el tiempo y el espacio se diferencien de los momentos vividos en el trabajo (producción) y el hogar (obligación). En el bar se juega a las cartas, al domind, a los dados, a los «chinos», al billar, a las máquinas tragaperras, a los dardos electrónicos y también a los juegos de la mirada. Pero difícilmente se deja jugar a los intrusos (en los juegos entre personas, claro está, no así en los juegos con las máquinas) hasta que no han pasado un cierto período de iniciación y aceptación dentro del grupo de los «habituales» del bar.

Mas la gran intrusa es la televisión; ésta sirve como objeto decorativo y es también la protagonista de algunos momentos de la vida del bar. En realidad, la conversación entre los clientes habituales del bar todavía se impone a la fría pantalla, pero cuando hay un partido de fútbol importante la televisión es la reina: las miradas se desplazan y se centran en el balón, todo el mundo da su opinión, se discute, se comentan las jugadas, se insulta al árbitro. De nuevo el aspecto comunitario es aquí casi más importante que el espectáculo en sí. El vídeo, que aún no se usa excesivamente, pero que tiende a ser un complemento de la televisión, se emplea en algunos bares para ver cintas que tienen un valor documental o puramente indico, como es el caso de los vídeos pornográficos.

Los juegos de la mirada también ocupan un lugar importante en los bares de pueblo. Hay una cierta complicidad entre todos los habituales. Con los ojos se registran algunos cambios que pueden siempre surgir en la vida de los demás clientes conocidos del bar. Desde una mirada rápida y discreta, «como el que no quiere la cosa», hasta una larga mirada insinuante a través de la cual se comunica algún secreto mensaje, son muchos los matices del mirar; en verdad son «otro» lenguaje del bar que sería interminable, por su diversidad, analizarlo.

Con la mirada se detecta’ la aparición de un desconocido, un forastero, que puede ser sólo un «hombre de paso» o un nuevo cliente, prófugo de algún otro bar, el cual posiblemente se va a sumar al clan. En silencio de especula sobre el intruso: «~qué hace éste aquí?», «de dónde es éste?», «~a qué vendrá aquí si el va siempre a tal bar?». Si con frecuencia el intruso vuelve al bar se iniciará el proceso de asimilación del nuevo cliente, hasta que con el tiempo haga parte integral de la dinámica del bar.

Los bares de pueblo son bares de hombres; pocas mujeres suelen frecuentarlos, pero cuando aparece una mujer ésta es vista como intrusa o como «objeto». deseable. Su presencia deshace el horizonte de la costumbre, crea otra dinámica tanto en el lenguaje como en el comportamiento del cuerpo. Si uno desea se puede hacer también objeto deseable, pero no hay

que olvidar que los que son nuestros cómplices se pueden convertir en nuestros enemigos íntimos y, por lo tanto, hay que calcular bien el terreno que pisamos, el que queremos abandonar por hacernos notar ante la presencia de una mujer. Entramos aquí en el reino del juego calculado, de la libertad coartada por el recinto de los hábitos, por los habitantes del bar, no obstante seguimos en el ámbito de lo lúdico.

Ante la casi total indiferencia, que es lo que predomina entre los clientes de las cafeterías y de los bares más refinados, el’ poder de las miradas inquisitivas de los habituales de un bar de pueblo puede resultar agobiante para el recién llegado. Pero si el que llega es uno pronto se da cuenta de que hay amor y miedo en esas miradas: amor, porque el cuerpo propio adquiere repentinamente una presencia inusitada, una sensación de estar intensamente vivo en toda su carnalidad; miedo, porque el que llega siente que no está en su sitio y los parroquianos del bar temen que el nuevo cliente puede traer algún cambio o conflicto dentro de las costumbres de la tribu.

Las palabras de la tribu

El discurso informativo que padecemos en la sociedad posmoderna ha paralizado la capacidad de generar imágenes que posee el habla dejada en libertad. En los bares de pueblo existen dos tipos de dialectos: el que proviene de la complicidad implícita entre los miembros del clan del bar, y el que intenta superar esas limitaciones tribales a través del humor y de la ironía.

El primero, el dialecto de la complicidad, posee unos códigos que sólo los clientes del bar pueden comprender. Esto no ocurre porque lo que se dice pertenezca a un mundo o a un vocabulario herméticos, sino porque cuando se habla se arrastran años de acumulación de anécdotas, cuentos, acontecimientos, que frecuentemente el intruso desconoce, o que puede conocer parcialmente. Un ejemplo concreto podría ser el siguiente: si en el «Bar de los Sevillas» alguien dice ante cierta situación, «~Si estuviera aquí Ovidio!», el recién llegado no puede entender nada porque se trata del joven dueño muerto en un accidente y de una reacción que él hubiera tenido en esta situación específica; los habituales del bar comprenden el alcance de esta frase, el forastero no.

El segundo, el dialecto indico, se genera en el momento de ser pronunciado, aunque posee ciertas connotaciones que la tribu del bar puede entender pero que, de nuevo, para el forastero, por estar desfamiliarizado con los códigos de la tribu, es posible que no entienda su significado pleno. Sin embargo, los chistes sí están a su alcance y éstos hacen parte integral de la dinámica de! bar.

Por último, se da en estos lugares otro lenguaje: el de la conversación. En los bares se habla y se comenta todo: los acontecimientos políticos, las noticias, los deportes. Más complicado es cuando se habla de algo ocurrido en el mismo pueblo: en estos casos, de nuevo, el recién llegado se encuentra perdido en un mar de connotaciones que difícilmente están a su alcance. La conversación posee también un poder liberador: se usan malas palabras, se blasfema, se habla de sexo y de mujeres, se cuentan aventuras sin temor a que nadie se erija en juez.

El espíritu de tribu, la jerga y la complicidad que predominan en estos bares pueden ser tan fascinantes y enriquecedores como un poema de Mallarmé. No obstante, los intelectuales parecen estar convencidos de que es en las bibliotecas (de la alta cultura) donde se encuentran sus fuentes principales. No han aprendido, estos intelectuales, la lección de James Joyce, el cual estaba convencido de que era en esa «epifanía» o chispazo del habla cotidiana donde se podía encontrar el arranque y motor para hacer una obra verdaderamente moderna.

El bar como origen de la obra de arte

«Nuestra tarea no consiste en ver lo que está borrosamente en la distancia —decía Carlyle—, sino eo hacer lo que está claramente a nuestro alcance». Para un escritor actual el bar de pueblo puede ser una fuente inagotable de inspiración y un tonificador para la obra que está realizando.

Un artista plástico también encontrará en estos bares una cantioao ue materiales que puede reciclar fácilmente en sus trabajos.

El escritor que sea verdaderamente ambicioso se dará cuenta de que la «obra» que menos perdura es quizás la que más circula. Si observamos los materiales que se encuentran en un bar, veremos pronto las enormes posibilidades que le ofrecen a un escritor. Las servilletas de papel podrían estar impresas con algún poema corto, una greguería, una frase; los mecheros que hacen los dueños de algunos bares ‘podrían contener un breve escrito de alguno de nuestros letrados; se pueden utilizar como superficies para la letra impresa las cajas de cerillas o los pequeños calendarios de bolsillo. Pero el escritor medianamente bueno quiere plasmar su obra en un libro, espera el aplauso de la crítica y la aceptación admirativa del público; en última instancia, aspira a que su obra vaya a parar al gran frigorífico de la creación que son las bibliotecas.

En los bares se encuentran otros medios modernos para el escritor, como son los mensajes electrónicos que aparecen en las máquinas de tabaco. ¡Qué, decir de esas voces anónimas que en algunas de las nuevas máquinas de tabaco se oyen!; un escritor con un poco de imaginación, manipulando estos medios, podría hacer maravillas. Otro género que circula por estos bares, y que es ya antiquísimo, es el de los papelitos fotocopiados con comentarios irónicos de orden político o social en general. Uno de estos papeles, al cual he tenido acceso últimamente, dice lo siguiente:

El Rico y el Pobre son dos personas.

El Soldado defiende a los dos.

El Contribuyente paga a los tres.

El Trabajador rinde para los cuatro.

El Vago come de los cinco.

El Banquero estafa a los seis.

El Abogado defiende a los siete.

El Confesor absuelve a los ocho.

El borracho se ríe de los nueve.

El Médico mata a los diez.

El Enterrador sepulta a los once.

El Seguro Social se lleva el dinero de los doce.

El Autónomo cotiza por los trece.

El Ministro de Hacienda amarga la vida a los catorce.

Resumen:

Con Franco: Dinero en la mano.

Con Suárez: Tragaperras en los bares.

Con Calvo Sotelo: ¡Todos al suelo!

Con Felipe: Todos a pique.

Moraleja:

Si quieres volver a lo de antes, vota al de los tirantes.

Este papel lo recogí en un bar de camioneros de Legazpi (Madrid) y unos días después me enseñaban el mismo texto en un bar de Tomelloso (Ciudad Real); me imagino que ya está pasando de mano en mano por toda España. ¿Cuándo un escritor podrá jactarse de que su obra circula con tanta rapidez y eficacia entre el público?

El artista puede con la fotografía insertar fragmentos de la realidad de los bares de pueblo en sus cuadros. Pero de nuevo nos encontramos aquí entre los prejuicios estéticos de la supuesta alta cultura. El artista español se avergüenza de lo que considera típicamente español, busca en la abstracción, o en las imágenes de prestigio cosmopolita, los elementos que cree le abrirán las puertas del mercado internacional. Olvida, este artista, que lo local es lo universal abarcable.

Del mismo modo que hay especies de animales y plantas en vía de extinción, los bares de pueblo tienden a desaparecer lentamente. Urge, pues, un trabajo de documentación gráfica y escrita, que recoja estos ambientes amenazados. Mas nuestro afán por ser cosmopolitas, nuestras deseo de parecernos a la clase media europea o norteamericana, nuestra obsesión con la higiene, terminarán por convertirnos en las copias mediocres de otras formas de vida, las cuales posiblemente sean mejores que las nuestras, pero que en ningún caso son más humanas.

En el azar del mundo existe un orden, un orden caprichoso, momentáneo y hermoso en su arbitrariedad. No se trata del orden que nos ha querido imponer el poder, no es la estúpida jerarquía de la estética y de la filosofía,

no es la ley de los números ni la dictadura de la lógica gramatical, es el azar de la existencia. Como la vida misma son los bares de pueblo: poseen su respiración propia, su propio corazón. Yo no he querido asistir indiferente a su muerte, por eso he escrito este documento, porque son parte de nuestra cultura y de nuestra vida, porque cuando desaparezcan una parcela de nuestra forma de ser habrá desaparecido, y yo los recordaré como se recuerda a un familiar muerto.